La playa, Sorolla y Amarelle

A todos nos viene a la cabeza alguien al pisar ciertos lugares; gente a la que queremos, gente a la que quisimos, gente a la que añoramos, gente a la que odiamos, gente a la que admiramos… Mi vida está llena de momentos para estos últimos, para los admirados. Idolatro a multitud de personajes a los que no conozco, pero que me convirtieron a su religión personal mediante sus obras, sus pensamientos o sus actuaciones. En este selecto grupo se encuentran Joaquín Sorolla y Ramiro Amarelle.

El primero de los dos al que idolatré fue a Amarelle. Ramiro jugaba como los ángeles a un deporte que nunca antes había aparecido en mi televisión: el fútbol playa. Ese deporte consistía, a grandes trazos, en imaginar jugadas acrobáticas imposibles y plasmarlas sobre la arena de la playa. El nivel era bastante alto: sin ir más lejos, en la selección española jugaban hombres de la talla de Salinas, Butragueño, ‘Míchel’ o Gordillo; por Francia actuaba un tal Cantona, y por Brasil participaba un hombre bastante bajito, que creo que se hacía llamar Romário.

Me empecé a informar sobre ese tal Amarelle porque su repertorio de recursos era un escándalo; un futbolista del que nunca había oído hablar era el mejor entre toda esa nómina de leyendas. Resulta que el tipo era gallego y había jugado en las categorías inferiores del Deportivo de la Coruña, pero que nunca consiguió llegar al primer equipo. Menos mal porque, de haber llegado, no creo que sobre el tapete verde nos hubiese regalado mejores momentos que sobre la arena.

Hoy, el fútbol playa ha ganado mucho en profesionalidad y rigor táctico, lo que inevitablemente le ha restado espectacularidad; los encuentros parecen partidas de ajedrez esperando a una genialidad puntual. Además, mi admirado Ramiro ya no juega regularmente: dejó la selección porque sus obligaciones en la cantera del Lugo no le permitían seguir viajando durante gran parte del año.

Con Joaquín Sorolla me pasó algo parecido. Me mostraron el Impresionismo como un movimiento abanderado por hombres como Monet, Degas, Renoir, Sisley o Pissarro. Pero entre todos esos nombres, entre todas esas firmas, apareció el apellido de un pintor que me pareció magnífico: Sorolla. Se trataba de un valenciano que había llegado a finales del movimiento, por lo que se le catalogaba como post-impresionista. El artista mediterráneo saltó al estrellato por su habilidad para pintar escenas costeras, siendo el mar y la playa los temas más recurrentes para este genio del lienzo.

Hay algo en los cuadros de Sorolla que me llama, que me atrapa. No sabría decir por qué me gustan; no tengo una explicación racional para expresar mi atracción hacia sus obras. Esa manera de tratar el Sol, esa sutileza en el trazo, la cristalinidad del agua del mar, la pureza de los personajes… La mano de Sorolla envolvía todo lo que tocaba en un ambiente cálido que invita al espectador a formar parte del cuadro, a querer figurar como uno de los bañistas retratados. Un mago de la costa.

Por eso, cada vez que piso una playa no puedo evitar acordarme de Amarelle y de Sorolla. Y siempre, absolutamente siempre, en ese momento de reminiscencia mágica aparece un profundo lamento porque ambos no fueran coetáneos. No puedo imaginar nada más bello que Amarelle impactando un balón a la altura de la cabeza en un cuadro de Sorolla.

Miquel Muñoz Sánchez

Allá donde haya un balón, unos pies serán capaces de dibujar arte. Y si no, los cronistas se encargarán de que lo parezca.

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