Prados García y el método Stalisnavski
La novela picaresca tiene como personaje central —valga la redundancia— al pícaro. Se define a éste como un tipo de persona astuta, procedente de los bajos fondos y que vive de engaños y acciones semejantes, que le sirven para obtener los fines deseados. Algo así fue lo que se encontraron en Santander —más concretamente en los Campos de Sport de El Sardinero— los asistentes de un Racing de Santander – Real Zaragoza un 12 de marzo de 2000. No barruntaba el aficionado de a pie lo que iba a presenciar aquella tarde; un espectáculo futbolístico se transformó en otra obra de arte digna del mejor alumno del método interpretativo Stanislavski. No fue Munitis quien aprovechó la entrada a destiempo del defensa para abalanzarse hacia el suelo en busca de un penalti, ni el zaragozista ‘Yordi’ quien intentaba arprovechar un forcejeo con un contrario para buscar la tarjeta del rival. Era un guión sorpresivo, un giro inesperado digno de los mejores de Hitchcock o Kubrick, que producía en el espectador un sobresalto de su asiento ante los hechos acaecidos.
El partido se desarrollaba por cauces más o menos normales. El Racing vencía por un tanto a cero hasta que en un rechace el zaragozista ‘Yordi’ marca el gol del empate, en una acción muy dudosa que el propio línea anula por mano del delantero. El colegiado, Prados García, desautoriza a su asistente y concede el gol, lo cual se traduce en protestas de todos los jugadores racinguistas y del propio cuerpo técnico; uno de los futbolistas más alterados es el portero santanderino que acaba de recibir un gol que considera ilegal. Entre el tumulto y la algarabia formada en las cercanías de la banda, el árbitro le muestra la cartulina roja al portero que, enfurecido de forma extraordinaria, acerca su cara a la de Prados García; éste, al notar la presencia tan cercana de Ceballos, realiza la interpretación más magistral recordada en un rectángulo de juego: como si un derechazo de los mejores Tyson o Muhammad Alí le hubiese llegado de forma nítida, el árbitro se desmoronó para besar el césped ante la estupefacción de quienes le rodeaban.
El juez se convirtió en parte, el piscinero no golpeaba el balón ni tiraba bicicletas, sino que enseñaba tarjetas y usaba un silbato. Se puede interpretar que el árbitro buscaba con su simulación que otro tipo de juez, en este caso un Comité de Disciplina, encontrase en aquella agresión una sanción ejemplar para el individuo incapaz de contener su cólera y llegar al extremo de tumbar de un solo suspiro a su persona. Y así fue: el Comité sancionó en primera instancia al portero cántabro con 12 partidos, aunque después de diversas alegaciones fueron finalmente 8 los encuentros de castigo, 4 por empujar al línea y otros 4 por hacerlo al árbitro.
Finalmente, los asistentes aquella tarde a los campos de El Sardinero presenciaron un partido de fútbol como tantos otros a lo largo de la historia del estadio santanderino. Lo impagable fue sin lugar a dudas la representación teatral de un individuo externo al espectáculo propio de una cancha de fútbol, pero que no tuvo el menor rubor en convertirse en protagonista de un acto bochornoso que ensucia aún más a un colectivo como el arbitral, que ya de por sí está muy poco valorado y apreciado en el entorno futbolístico. Prados García quedó completamente ilegitimado para impartir justicia, ya que aquel día perdió la objetividad que debe tener cualquier árbitro para desempeñar su trabajo.
Hoy se cumplen quince años de aquel negro día. No es que el futbolista tenga coartada para perder la cabeza como le ocurrió a Ceballos, quien llegó al extremo de aparcar la cordura para encararse con un colegiado que le acababa de mostrar la cartulina roja. Pero fue la figura encargada de castigar acciones censurables quien finalmente protagonizó la peor actitud posible. El del policía que roba, el profesor que copia, el médico que mata y cualquier otro comportamiento antinatural. Esperemos que nunca se vuelva a producir en un terreno de juego una situación tan lamentable, por el bien del fútbol y del propio arbitraje. Borremos el engaño de este deporte y dejemos a la novela picaresca al margen de lo que debe ser un espectáculo de lucha y esfuerzo generoso, en el que unos contendientes intentan imponerse al rival a través de la supremacía técnica, táctica y física, y no utilizando ardides extradeportivos.
Miguel Mandías