La primera final europea del Barcelona y los postes redondos

El fútbol es un juego repleto de los más diversos lances; estas situaciones del juego tienden a llamarse, con acierto, “suertes”, tomando prestado el término del argot taurino. Y es que, al fin y al cabo, en el fútbol (y en los toros) a pesar de lo buena que pueda estar resultando la faena, cualquier detalle absurdo puede mandarte con celeridad a la enfermería. Cada situación en un partido puede crear un vínculo (fortuito) con lo que terminará por ser la gloria o la nada: un fuera de juego mal pitado, una cantada del portero, o un córner innecesariamente concedido, por poner ejemplos.

Las suertes de este tipo son las variables que faltan en la ecuación que todo entrenador plantea, con mayor o menor éxito, para conseguir la victoria en un partido de fútbol. Faltan porque tienen un criterio indefinido y su aparición en el juego es completamente azarosa, luego no pueden ser tenidas en cuenta. Escapan de los planteamientos tácticos y se sostienen, básicamente, porque el balón no es cuadrado, y porque el fútbol es un deporte muy indescifrable y aún más caprichoso.

Sin duda, de todas estas suertes, la más cruel e injusta es la que tiene cabida cuando el balón choca irremediablemente con alguno de los tres maderos que componen el arco de meta. Es cruel porque separa el gol del no gol, repeliéndolo con la misma virulencia con la que el balón besaría las mallas si no topara con estos; tan cruel que, cuando se da, suele provenir de un remate bueno, ajustado y con intención. Es injusto porque, cuando tiene lugar, el portero —que se presupone en el juego como el último escollo— ya está batido; tan injusto que estadísticamente no cuenta ni como disparo a puerta, siendo, paradójicamente, un disparo a la portería en sí misma.

El 31 de mayo de 1961, en Berna (Suiza), el FC Barcelona iba a disputar por primera vez en su historia la final de la Copa de Europa; un escenario inhóspito para cualquier equipo español que no se llamase Real Madrid, fulgurante vencedor de las cinco ediciones anteriores. El Barcelona había llegado a esa final después de dejar en la cuneta a los blancos en octavos, en la que supondría la primera eliminación europea de la historia del conjunto madrileño. Tras acabar en cuartos con el modesto Hradec Králové checo y vencer en el partido de desempate al Hamburgo de Uwe Seeler, en la final esperaría al Benfica de Bèla Guttman, a quien da miedo hasta nombrar.

A pesar de que era un gran equipo y que contaba con un gran entrenador, a pesar de que había pasado las eliminatorias con contundencia y que llegaba a la final como equipo más goleador del campeonato, la hinchada ‘culé’ era bastante optimista para el encuentro. No en vano, los azulgranas habían conseguido los dos últimos campeonatos de Primera División, el año antes habían participado por primera vez en la máxima competición continental (cayendo en semifinales ante el Madrid), y poseían un once titular excelente que empezaba en la portería con Ramallets y concluía con un quinteto atacante de talento exacerbado: Luis Suárez, Czibor, Kocsis, Evaristo y Kubala. En el banquillo Enrique Orizaola era el encargado de manejar la herencia futbolística del sensacional Helenio Herrera.

Con este panorama, no era un sueño pensar que los azulgranas estaban en una posición inmejorable para alzarse con la victoria. Seguramente, de las mentes más halagüeñas de los aficionados más optimistas, brotaron no sólo el convencimiento de que el Barcelona ganaría su primera Copa de Europa, sino que también recogería el testigo de campeón que el eterno rival poseía, y con ello todo lo que eso significaba, después de haber roto la hegemonía blanca en España y en Europa. Seguro que alguno incluso fantaseó con repetir el lustro triunfal de victorias del Madrid de Puskas y Di Stéfano. La realidad para el ‘Barça’ ese 31 de Mayo fue como chocarse contra un muro; como darse de cabeza contra un poste.

Y es que, cuando el balón empezó a rodar en el Wankdorfstadion de Berna, nadie contaba con que las variables que antes he mencionado, las que están fuera de control, se volvieran en contra de un Barcelona que asistiría con cara de incredulidad a uno de los momentos que más trágicos de su historia deportiva.

El equipo saltó al césped confiado, respaldado por una gran cantidad de aficionados que habían viajado a Suiza con la ilusión de ver a su equipo campeonar por vez primera en el viejo continente. La salida en tromba del equipo catalán se tradujo en ocasiones claras hasta el 20′, en el que Kocsis pondría el primero de cabeza tras un gran centro de Suárez. El Benfica estaba desbordado y sacaba balones hasta de la misma línea de gol, pero en cinco minutos —los que van del 30′ al 35’— consiguió voltear el marcador tras dos fallos estrepitosos de Ramallets: el primero tras una mala salida, y el segundo tras intentar atrapar una cesión de cabeza en la que, cegado por el sol, mandaría el balón contra el palo, que a su vez escupió el esférico hacia el interior de la meta blaugrana.

A la vuelta de vestuarios la suerte no mejoró para el Barcelona: un golazo tempranero de Coluna ponía más tierra de por medio. Entonces fue cuando los ‘culés’ se lanzaron todavía con más violencia a por el encuentro, convencidos que todo lo malo que podía pasar ya les había pasado, y que todas las variables funestas que podían intervenir en el encuentro ya habían tenido lugar. Desgraciadamente, la única de estas variables que aún no había tenido lugar tuvo su momento a partir de entonces: los palos salvaron hasta en cinco ocasiones los goles barcelonistas; algunos de ellos fueron tan delirantes como el que estrelló Kocsis en un remate de cabeza a puerta vacía, o un potente disparo de Kubala que golpeó primero un palo y se paseó por la línea hasta la cepa del palo contrario. Sólo Czibor, en el 75′, pudo recortar distancias con un tanto impresionante desde 30 metros que entró, cómo no, rozando el travesaño. El partido, que se consumiría sin más movimientos en el marcador, acabaría 3-2 para el conjunto lisboeta, que levantó su primera Copa de Europa ante un rival que había hecho todo lo posible por conseguirla y que se le había escapado por estos detalles incontrolables que tiene el fútbol.

Ese día pudo cambiar para siempre la historia del ‘Barça’, pero se convirtió en una fecha para olvidar en la Ciudad Condal. La derrota no sólo arrastró a ese equipo, quizás uno de los mejores equipos que no ganaron nunca la antigua Copa de Europa, a no volver a tener una actuación memorable en esta competición; también a los que estaban por venir este hecho les marcaría, pues pasarían 31 años hasta que el ‘Barça’ ganó por fin su primera Copa de Europa.

A pesar de que este partido no supuso el giro histórico que el barcelonismo esperaba para su club, sí que protagonizó uno de los cambios de reglamento más importantes que ha tenido el fútbol. El germen fue una conversación de Orizaola con uno de los dirigentes de la UEFA en la comida celebrada tras el encuentro, de la que participaron ambos clubes. El técnico ‘culé’ mantuvo durante la misma la importancia de cambiar el diseño de los postes y el travesaño, que hasta ese día eran cuadrados, a una forma cilíndrica. El cambio fue sugerido alegando sobretodo motivos de seguridad, pero también porque Orizaola tenía el convencimiento de que, si los postes hubiesen tenido esa forma, alguno de los balones que el ‘Barça’ estrelló en la madera ese día habrían acabado cruzando la línea de gol. Aunque en primera instancia, durante esa conversación informal, la petición fue rehusada en términos absolutos, acabaría por ser propuesta y aprobada en la UEFA días después. Fue así como la mala fortuna del Barcelona en esa final acabó impulsando un cambio en la fisionomía del arco que se mantiene hasta nuestros días.

Foto de portada: sport.es
Foto destacada: fcbarcelona.es

Javi Ortega

Colaborador injusto parido en la misma tierra que el fútbol. La pelota no se mancha.

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